Artí­culo escrito para OASI / Congreso Tinet. Teaser de mi próximo libro “Suidad: un mundo sin copyright”.

En la entelequia de la “Propiedad Intelectual” (muchos autores han demostrado que el concepto de “propiedad” aplicado a creaciones intelectuales no es posible, ni siquiera como “propiedad especial” tal y como lo regula la legislación española, debido a la ausencia de sus dos caracterí­sticas definitorias: exclusión y antagonismo, particularmente en creaciones digitalizadas y compartidas en red) el debate se está dirigiendo hacia la elección de la licencia o licencias más apropiada o más deseable (séase desde el punto de vista de utilidad social, adaptación al nuevo paradigma tecnológico, o adecuación a nuevos modelos de negocio).

Pese a que difiero profundamente de dicho enfoque, analicemos por un momento el abanico de licencias. Trazando un contí­nuo, tendrí­amos en el extremo más restrictivo el copyright (más allá del cual sólo encontramos la censura). Después aparecen una serie de licencias, las cuales se encuentran recogidas (básicamente todas) bajo el gran paraguas en que Creative Commons pretende convertirse. En el otro extremo del contí­nuo encontramos a licencias como GPL o Dominio Público.

[Nota.- no trato de avivar el contí­nuo debate sobre si Software y Cultura son o no son la misma cosa o si son o no son comparables. El hecho es que ambos son fundamentales, y para el ejercicio conceptual que nos ocupa pueden perfectamente equipararse]

Pero esto no es suficiente. Cuando Creative Commons dice que sus licencias son el ejercicio de libertad del autor (que no dista del hipotético ejercicio de libertad que realiza un hombre que decide someterse a la esclavitud), o cuando los defensores del procomún abogan por el paso de la cultura al Dominio Público, nos están recordando que en el fondo, todos sus planteamientos son exactamente iguales en un aspecto: la licencia o el permiso, que implica propiedad o derechos de algún tipo del “autor” o “creador” sobre su obra. Y es este concepto en sí­ mismo el que resulta dañino y falaz.

-¿Es “mi hijo” “mí­o”? -¿Acaso lo puedo cortar a trozos y venderlo por fascí­culos en el quiosco? Claro que no. Entonces no es mí­o. Pese a que he participado en su creación e invierto mucho tiempo y recursos en su desarrollo. Tiene, como dirí­a el filósofo español Xavier Zubiri, “Suidad”.

Esa misma trampa del lenguaje es la que hace creer a los autores que “su” obra es “suya”. -¿Acaso un autor es el único responsable de su obra? -¿No estamos todos “influenciados” por todas las obras de las que hemos disfrutado anteriormente? Y -¿cómo cree un autor que tiene derecho sobre su obra? Cuando los editores y el autor de de Superman decidieron que morirí­a en uno de sus episodios, miles de fans escribieron furiosos diciendo que “no tení­an derecho” a matar a Superman. Y es cierto -¿quién tiene derecho a matar a Superman? Nadie. Ni siquiera su autor. El privarnos de una obra, o de la evolución de la misma (obra derivada) supone un atentado contra la obra, contra la cultura, contra la humanidad. La única forma de evitar eso, dado el panorama legislativo actual, es el abolir las leyes de copyright y derechos de autor.

A nivel conceptual el “derecho de autor” quedarí­a sustituido por la “Suidad” . No confundir esto con que las obras no tendrí­an un autor, o que las obras pasarí­an a ser anónimas, sino que se le reconocerí­an a las obras sus derechos, y por lo tanto se las podrí­a proteger de cualquier ataque (incluso si proviene de au autor o su editor). Se les concederí­a por fin la libertad.

A nivel mercantilista este cambio conceptual no tiene por qué atentar contra el libre comercio de las obras culturales. De hecho, darí­a paso al LIBRE comercio de las obras, de una vez por todas, y esto no supondrí­a el fin del incentivo de la creación (como imagino a los más extremistas defensores del régimen del copyright rugir a los cuatro vientos). Decenas de modelos de negocio existen más alla del copyright (e incluso alguno de ellos ya existí­a antes de la aparición de la primera ley del copyright). Pero ese es tema para otro artí­culo.