A mí­ mi coche me habla. No, no alucino (por lo menos mientras conduzco), ni he llevado el tema de la sinestesia (ver mi artí­culo del mes anterior) al mundo de la conducción. Ni siquiera tengo uno de esos supercoches que incorporan reconocimiento y sintetización de voz.

Mi coche me habla en su propio lenguaje. Y a través de él escucho a los programadores que desarrollaron su electrónica.

Cuando, tras arrancar, alcanzo los 7 kilómetros por hora, los seguros de las puertas del coche se cierran. Cuando freno muy bruscamente se dispara un sistema que evita que se bloqueen los frenos (ABS). Cuando acelero sobre una superficie resbaladiza las ruedas cambian sus revoluciones automáticamente para ajustarse al desequilibro previsible. Cuando tomo una curva muy cerrada a mucha velocidad, seguida de otra (lo que en circuitos se denomina “chicane”), los seguros del coche se desbloquean, las luces de emergencia se encienden, y los cinturones de seguridad se tensan…

Cuando todo esto ocurre puedo oir a mi coche. Mejor dicho, puedo oir a los programadores y expertos que desarrollaron la electrónica del coche debatir y discutir lo que “es mejor para mí­”. Pero, -¿qué tipo de debates fueron esos?

El debate tecnológico lo conozco, y es bastante simple y aburrido (excepto para los más geeks), del tipo: “si implementamos esa rutina siguiendo tu diagrama, Manfred, el tiempo de respuesta del procesador no será suficiente como para que el sistema de válvulas accione el mecanismo antes de que la retroalimentación llegue a la unidad de control, así­ que será mejor que incorporemos una subrutina que bla bla bla”.

El debate técnico lo presupongo, del tipo: “tengamos en cuenta que el elevado porcentaje de accidentes que ocurren tras tomar una curva a velocidades superiores a las que mencionábamos harí­a conveniente establecer un mecanismo automático que desbloquee el sistema bla bla bla”.

Pero el debate filosófico no lo puedo imaginar. Simple y llanamente no puedo creer que una multinacional (del sector de la automoción, o de cualquier otro sector) que sienta la presión del mercado y que deba responder de unos resultados de ventas y beneficios a un Consejo de Administración y a una Junta de Accionistas provisione los recursos necesarios como para que se pueda llevar a cabo un análisis de lo que suponen todas estas decisiones de programación. Eso serí­a tener muy en cuenta al cliente, más allá de lo que el cliente, en su general ignorancia y conformismo, les llegará a exigir jamás. Y no es que estas empresas no tengan en cuenta al cliente. Pero sí­ hay una cosa clara: no le darán más de lo que el cliente exige (o mucho más de lo que la competencia ofrece), porque de ese modo se aseguran la maximización de los beneficios a través de la optimización de los recursos.

Ya, bien, eso queda estupendo en un MBA de una Business School. Pero ni soy su profesor de empresariales ni me importa un carajo el beneficio de las multinacionales. Lo que sí­ me importa es el debate filosófico que hay detrás de toda esa tecnologí­a de consumo que, seamos conscientes o no, consumimos, producimos, recibimos, usamos, disfrutamos, sufrimos, o cualquier combinación de lo anteriormente dicho.

-¿Y cuál es ese debate filosófico? Pues muy sencillo. Me lo imagino desarrollarse a través de una serie de preguntas (como cualquier buen debate filosófico que se precie) del tipo: “-¿no serí­a más correcto permitir al consumidor que lo desee (que sabemos que son pocos, pero eso es otro debate) acceder a un panel de control “avanzado” que permitiese modificar o personalizar todas esas opciones?, -¿hasta qué punto estamos evitando que la gente tome consciencia del peligro y la responsabilidad de un vehí­culo pesado lanzado a toda velocidad incorporando toda esta baterí­a de medidas automáticas que suplen sus carencias y habilidades al volante?” etc.

Está claro que hay determinados trabajos que, por su naturaleza, son repetitivos o sistemáticos (que no por ello menos imprescindibles u honorables, como puedan ser los de bibliotecario, barrendero, o banquero), pero otros, y especialmente aquellos que tienen que ver con la creación, tienen una responsabilidad (para con los consumidores, la sociedad, ellos mismos, e incluso lo que crean) que no pueden tomarse a la ligera. Porque al fin de al cabo, esos debates filosóficos de hoy son los que establecerán las directrices de la evolución futura.

Grandes asuntos del futuro (como la inteligencia artificial, la definición de “vida inteligente”, los derechos de los robots y los animales, los resultados de la investigación genética, las paradojas de la traslación espacio-temporal, el papel del ciudadano en la tecnópolis automatizada, etc), por increí­ble que parezca, serán, para bien o para mal, en parte o en su totalidad, definidos por debates aparentemente tan simples como “-¿debe el usuario establecer sus preferencias en el nivel de automatización de su vehí­culo?”. Si es que estos tienen lugar, claro.

De lo contrario algo mucho más peligroso puede ocurrir: que la tecnologí­a deje atrás a las leyes, el mercado y la sociedad, y como suele ocurrir (como por ejemplo con los ultraortodoxos fundamentalistas y extremistas defensores del copyright), el mercado se alí­e (o presione, o compre) a los polí­ticos para que las leyes perjudiquen a la sociedad y a la tecnologí­a, aunque eso, a la larga, acabe estrangulando al propio mercado.