El atelier de Giancarlo Fitti es uno de esos lugares que te hace sentir especial. El hecho de que sea un artista que huye de la masificación y de la popularidad hace que mucha gente no lo conozca, aunque esté en pleno Manhattan (tiene otro en Paris). De hecho, a muchos de sus clientes (entre los que se encuentran desde famosos de Hollywood hasta marchantes londinenses) les place enormemente que no se emplee su nombre como referencia, o que no haya siempre una legión de paparazzi apostados en su puerta.

Por dentro sus altí­simas paredes y enormes ventanales enmarcan y casi empequeñecen sus creaciones. La luz lo inunda todo y le confiere un aura dorada, casi mágica. El tiempo parece haberse detenido. Pese a que todo está perfectamente impoluto, parece que flote polvo en el aire, como en un viejo desván.

Giancarlo no es un divo, ni su ego lo inunda todo, como en el caso de muchos creadores. Pero su pasión y su hiperactividad son contagiosas. Va de una sala a otra mostrándote sus últimas creaciones, sin desmerecer las anteriores, pero naturalmente enamorado de su último “bebé”. Nada más entrar está la gran sala de alta costura. Tratada sin pompa ni ceremonia, como si fuese príªt-í -porter. Inacabables percheros muestran el perfil de miles de graciosas creaciones, todas con elegancia y estilo, todas distintas. En el centro grandes mesas que hacen las veces de tableros de diseño y de mesas de trabajo y costura. Y en las esquinas probadores con cortinas de terciopelo que los clientes rara vez emplean. Esa es la naturalidad y familiaridad que sienten cuando están en “casa de Giancarlo”.

Muchos creen que eso es todo. Y él no hace nada por mostrarles que hay más. Como me dice en perfecto inglés, con un poco de acento italiano, mientras vamos por el pasillo: “Hay a quién le gustan mis trapos. Me parece perfecto. Hay quien lo que quiere es uno de mis cuadros. -¡Bien!. Incluso te sorprenderí­a saber la de chefs reconocidos que vienen a inspirarse en mi cocina. -¡Es un honor!. Lo de los guiones de cine o los experimentos cientí­ficos ya es algo que sólo mis amigos han visto. Pero muy pocos, poquí­simos, tienen la sensibilidad, el gusto, la clase, y la cultura, para entenderlo todo junto. Por eso te lo enseño a tí­”.

Me siento tan halagado que casi me tiemblan las piernas. No es que le tenga en un pedestal (y quizá deberí­a, visto lo increí­blemente versátil y creativo que es este hombre). Pero que se te considere “uno de los pocos, uno de los elegidos” siempre ha sido motivo de enorme orgullo. Y he de reconocer que soy una persona orgullosa.

Me pide que no hable (“mucho”, porque me conoce y sabe que no voy a poder mantenerlo en secreto) de todo lo que allí­ he visto. Pero la emoción me embarga. Dejo que pasen muchos dí­as para ver si se me pasa, para ver si la necesidad de contárselo a alguien desaparece. Pero no. Sigue ahí­.

Soy un verdadero optimista. En el fondo creo en el ser humano. Quizá deberí­a de enfocarlo igual que él (“no te entenderán, se reirán de tí­, y frustrado, terminarás odiándolos”) pero si a mí­ me hace feliz, creo que a alguien más le hará. No a todo el mundo. Ni siquiera a la mayorí­a. Pero estoy convencido de que debe haber gente, mucha gente, que opine como yo.

Que la tierní­sima carne que me preparó, en el centro de un enorme plato como si de una isla se tratase, acompañada a lo lejos de un sabrosí­simo puré de patatas, albahaca, y queso, con dos gotas de mosto concentrado es el plato más delicioso que han probado jamás… hasta que llega el siguiente.

Que los cuadros que pinta, en colecciones, todas ellas absolutamente distintas e inspiradas en temáticas bien dispares, sólo son sobrepasados por la explicación de ellos que es capaz de dar (desde su color y textura, hasta su sentimiento o lo que pretende expresar).

Que sus trajes, vestidos, o zapatos no es que sean “bonitos” y “buenos”. Es que son justo como te gustarí­a que fuesen.

O que sus guiones de cine te transporten a mil mundos distintos, y te embargue la emoción y las ganas de plasmarlos como sea, en comic, corto, largo, teatro, o letra de canción.

Eso sí­, en sus experimentos cientí­ficos notas la ingenuidad de un aprendiz. Curiosamente saberse uno no le molesta para nada. Como raudo me contesta “todos somos aprendices antes de conseguir dejar de serlo”.

Y ese espí­ritu de superación, esa humildad no finjida ni mojigata, no exenta de orgullo ni ignorante de su capacidad, es lo que termina de cautivarme e impresionarme. Al despedirme, triste por volver a un mundo superficial y aburrido del que ya no me reconozco parte, me exhorta “cámbialo”. Eso haré. Le prometo que no se arrepentirá de considerarme uno de “los elegidos”. “Estoy seguro” me contesta.

Gracias, Giancarlo.