Este es uno de esos posts íntimos, como una nota a mí mismo (las cuales necesito dada mi proverbial mala memoria), que a veces sorprende y agrada a los que lo leen. Y lo cierto es que no dejan de ser estas pequeñas anécdotas las que le dan sabor y color a la vida.

En este caso son dispares las cosas a anotar. Empiezo con el hotel Biltmore de Miami. Lo que en un principio es un hotel de lujo, con una arquitectura muy reconocida (es curioso ver los autobuses de turistas que paran en él como parte del tour de Miami, aunque no sean clientes del hotel), con un restaurante (Palme D‘Or) excelente, y famoso entre otras cosas por ser el escenario de varias películas y contar con el campo de golf favorito de Bill Clinton, cuando te hospedas en él te das cuenta de que representa la decadencia más rancia e indeseable del mundo.

Desde jaulas (eso sí, espectaculares y bien cuidadas) con pájaros en el lobby, hasta fotografías de personajes históricos de la época de Batista en la Cuba pre-revolucionaria y magnates del petróleo, o la costumbre (por lo menos lo vi hacer en tres ocasiones) de aparcar los “coches espectaculares” en la puerta, en contra del lo que dice el cartel de prohibido aparcar (y de hecho parece una colección de lujo: Bentley, Ferrari, Porsche, Lamborghini, Bugatti, Rolls, Maserati… uno de cada, y aparcados en “abanico”) la hipocresía y el culto a la apariencia se rezuman por todas partes. Definitivamente no repetiré pese a lo lujoso y espectacular del hotel.

Eso sí, anécdota simpática y digna de recordar: tras un día plagado de reuniones, en el que no tuve tiempo ni de comer, el viernes decidí que antes de ir a cenar me zambulliría en la afamada y desproporcionadamente gigantesca piscina del hotel, aprovechando que hacía calor y que se permitía el baño hasta las 10 de la noche. Así que nada más entrar en el recinto de la piscina, dejo mi suéter y toalla en una silla del pasillo izquierdo (flanqueado por esculturas) y me lanzo al agua. Estoy nadando sólo. Toda la piscina para mí. Buceo. Y cuando mira hacia fuera… una recepción de boda, cientos de personas todas arregladas hasta el ridículo, mirándome con cara de “¿qué hace ésta bárbaro aquí?” Por supuesto sigo nadando, y al salir me tomo mi tiempo en secarme mientras disfruto de su inexplicable incomodez. La noche siguiente cené en Miami Beach (Un Pez Llamado Avalon).

Al facturar el vuelo de vuelta, empleo la vieja táctica del “como no tengo nada que perder…” y pregunto como suele ser habitual “Do you have any free upgrades available?”. Siempre digo que lo único que no se consigue nunca, es lo que no se intenta. En esta ocasión me dan asiento de salida de emergencia en el piso superior de un 747-700. Lo que significa que delante de mí hay más de 3 metros de espacio para estirar las piernas. He volado en todo tipo de asientos (desde el de copiloto, al transportín de asistente de vuelo, pasando por la “lata de sardinas” de algunas compañías como AirEuropa, a primera clase) pero jamás había disfrutado de tanto espacio.

La nota triste del vuelo la puso la pareja que se sentó a mi lado: un hombre joven, que no estaba muy en forma que se diga, alto y de tez oscura (de origen norteafricano), junto a su esposa, una joven alta y atractiva. Los dos vestidos de marca, y llevando joyas lujosas. Pero no se dirigieron ni una palabra, ni un abrazo, y casi ni una mirada. No parecían enfadados. Más bien daba la sensación de que esa era su postura habitual. Yo creo que me muero antes de viajar más de 8 horas junto a mi pareja sin cogerle de la mano, abrazarla, besarla, hablar, apoyarme en su regazo, ofrecerle mi hombro…