Esta foto de AFP (familia camboyana que decide salomónicamente repartir la casa por divorcio) es muy ilustrativa.

En un divorcio, por muy civilizado y acordado que sea el proceso, por muy consensuado que sea el convenio, por muy bien que se lleve la pareja que se separa… el resultado final deja esta sensación: rotura, fracción, herida.

Es un proceso por el que nadie en su sano juicio debería pasar por pequeños motivos. Entre ellos están las pequeñas desaveniencias, la rutina acomodaticia, etc. Todo eso se puede solucionar. En la mayoría de casos se puede solucionar el problema con el otro. El verdadero problema es cuando éste reside en uno mismo. Y esto es poco habitual: mirarse al espejo, después de años de convivencia, y darse cuenta de que uno no es el que creía, o no es quien quiere ser, o ya no es quien era.

Así que por muy duro, dañino, y costoso que sea un divorcio, que lo es hasta en el mejor de los casos (y me incluyo), lo que uno no puede hacer es por falta de valor, evitar enfrentarse a sí mismo.

Eso sí, si uno cuando descubre quién quiere ser (que lo ideal es “ser uno mismo”, aunque no se haya sido hasta el momento), también descubre cómo serlo, entonces ya está encarrilada la curación, ya está iniciado el proceso de recuperación. La prioridad suele o debe ser que los que se ven afectados (familia, hijos, ex-cónyuge) sufran lo menos posible. Pero no por ello uno ha de anularse y olvidar su propio proceso de sanación.

Y si además uno encuentra esa persona tan especial que le puede acompañar en el camino, aportando, sumando, construyendo, creciendo… entonces tiene uno para sentirse afortunado, y puede mirar al futuro con optimismo y con una gran sonrisa.

Gracias Ana.