El aeropuerto, mucho más pequeño de lo que correspondería a una ciudad de este tamaño, nos da la bienvenida con una muestra de las particularidades que luego corroboraremos en nuestra estancia: mujeres más “naturales” (menos maquillaje y tacones que en Moscú, aunque igual de blanquitas y altas), o una cinta de maletas que en vez de ser circular, acaba en una pared.

La primera noche cenamos con un grupo de empresarios y ejecutivos españoles y holandeses en el hotel. Pese a que el restaurante estaba bien, no fue la elección que yo hubiese escogido, pero eso es lo malo de ir en grupo.

El jueves, tras una única reunión de negocios (y no como en Moscú, con agenda llena a tope), nos da tiempo a pasar por la monumental ciudad con sus palacios y canales. Definitivamente San Petersburgo es mucho más bonita y agradable que Moscú. La cena fue en Na Zdorov‘e!, un restaurante obviamente orientado a turistas, con decoración y música rusas, pero con una excelente y genuina comida que hacía que mereciese la pena.

El viernes decidimos dedicar prácticamente todo el día a uno de los museos más imponentes del mundo: el Hermitage. Con más de 2.700.000 obras de arte entre sus muros, por muy deprisa que vayas no da tiempo a disfrutar de todos sus Renoir, Picasso, Rodin, Cezane, Monet, Leonardo, Rembrandt, y demás. Eso sí: hay que ir preparado para soportar las enormes colas de entrada, ya que no es posible comprar las entradas por anticipado. Nosotros tuvimos que hacer cola durante dos horas, a 10 grados y lloviendo. Eso sí que es amor al arte.

Mientras, fuera preparaban uno de los múltiples conciertos al aire libre que se celebran en la ciudad con motivo de las Noches Blancas (fenómeno por el cual hay luz solar prácticamente las 24 horas, durante unos días al final de primavera / principio de verano).

Al cierre del museo nos fuimos directos al ballet. Al igual que nos pasó en el Bolshoi de Moscú, en el Mariinsky de San Petersburgo no quedaban entradas, pero Jose, excepcional y joven bailarín español, debutaba en la obra El Corsario en el Teatro Mikhailovsky. Nos consiguió entradas pese a estar agotadas (¡muchas gracias, Jose!). Lo gracioso es que al entrar nos indican en ruso que las entradas NO tenían asiento asignado. Eran entradas “de pié”, y si al cerrarse las puertas había sitio, pues bin, y sino, pues a ver la obra en el pasillo. ¡Ovebooking en el ballet!. Definitivamente estos rusos han de aprender una cosa o dos sobre el trato al cliente.

Por suerte tuvimos sitio, y disfrutamos de la obra, que es un ballet en dos actos con música de Adolphe Adam, Cesare Pugni, Leo Delibes, Riccardo Drigo y Pyotr Oldenburgsky; Libretto de Vernoy de Saint-Georges y Joseph Mazilier editado por Yury Slonimsky y Pyotr Gusev; Choreografía de Marius Petipa, Pyotr Gusev revisado por Farukh Ruzimatov; Escenografía de Valery Levental. Jose estuvo genial, y por supuesto animamos al público con un par de “bravos” extra al acabar la función. Pero hay que reconocer que Ekaterina Borchenko como Anna Kuligina y Andrey Kasyanenko estuvieron que se salían. Impresionante.

Para cenar fuimos a The Idiot, restaurante vegetariano frecuentado por expatriados y turistas. Curioso pero definitivamente no pasará a mi lista de favoritos. A la vuelta cogimos el último metro (en una de las estaciones más profundas del mundo) por los pelos. Y al día siguiente, levantarse a las 4:00 para ir al aeropuerto.