Navegando
– Capitán, ¿cuánto falta para llegar? –preguntó la hermosa dama– ¿vamos por buen rumbo?
El capitán no parecía escucharla.
– Yo confío en usted. Hay algo que me dice que sabe lo que hace. Sé que tiene experiencia, y tenemos un pacto: que nos llevará a puerto, sanos y salvos. Pero a veces me da la sensación de que no le importa nada, de que navega usted sin rumbo, o peor, en círculos. ¡Incluso se diría que retrocedemos!
El gesto del capitán se agrió. Y ella sabía lo que eso significaba.
– No me gusta que se ponga usted así, ¡y ni se le ocurra levantarme la voz! Sabe que lo que le digo es cierto. No es que desconfíe, pero trato de entender. Usted lo comprende ¿verdad?
El viento volvió a cambiar. Maldito Eolo caprichoso. Él sabía perfectamente lo que eso significaba: volver a girar el timón, izar la mayor, girar a estribor, y fiándose más de su intuición que de las cartas marinas, sortear el arrecife. Pero sobretodo significaba tener que escucharla otra vez, y mirale a los ojos para que no creyese que no le importa. Porque le importa más que el mar en el que ha crecido y navegado desde que su memoria alcanza a recordar. Este viaje, el más peligroso, el que le hace recorrer las latitudes que antaño le hicieron zozobrar una y otra vez, lo hacía con y por ella. Pero eso significaba estar atento, estar concentrado, y le gustase o no, cambiar de rumbo para acoplarse a vientos y mareas. Y escuchar mientras ellas no entendía.