Hoy, de nuevo, todo el día de reuniones.

Por la noche nos ha dado tiempo para despedirnos de Tokio como es debido: primero un paseo por el ruidoso, ajetreado, luminoso, y sórdido (pero a la vez con una completa sensación de seguridad) Kabukicho en Shinjuku, y luego cena de excelente sukiyaki (ternera, verduras y noodles cocinados en tu mesa con azúcar y salsa de soja) y shabu-shabu (ternera cortada muy fina y verduras hervidas en tu propia mesa, con dos salsas características) en Ibuki (lo que nos ha costado encontrarlo merece un post aparte, pues en esta ciudad las calles no tienen placa, y las direcciones no tienen lógica).

Por último, té y tarta en el encantador Café Bon. Y un transbordo de líneas de metro de más de medio kilómetro, cogiendo por los pelos el último metro de la noche, y viendo ejecutivos borrachos y durmiendo en el suelo en la estación, mientras muchos otros ven la tele en el móvil.

Como siempre hay que dejarse algo para la próxima vez, me apunto: el jardín japonés y la casa de té con ceremonia tradicional de Hamarikyu en Shiodome, la isla artificial de Odaiba, las tiendas de ropa usada y discos de segunda mano de Koenji, o el bus fluvial que va de Asakusa a Takeshiba por el río Sumida.

Ahora a dormir un rato, levantarse a las 5, desayuno a las 6 y a toda pastilla al aeropuerto (donde como siempre intentaré comprar un snapwatch).

Sayonara Tokyo. O mejor dicho, Dewa mata atode.