Las luces de los coches de choque empezaban a emborronarse. Como en un anuncio de vaqueros, la música sonaba, un melancólico country con toques tecno.

La feria parecía animada. Parecía. Y eso es lo que le inquietaba. Allí, al borde de la pista, observando con la mirada perdida, de esa manera en la que todo se capta sin fijarse en nada. Allí se dio cuenta de que todo pasa, nada permanece, y eso es lo que permanece. Todo pasando. Nada.

La noche era un envoltorio para un exquisito regalo que lo que está fuera le ofrecía. ¿Pero estaba todo eso fuera?

Al borde de un precipicio de quince centímetros. En el límite de lo estático y el movimiento. La vorágine y la calma. Trataba de ahuyentar las enseñanzas budistas, los koanes zen, las técnicas de meditación y la espiritualidad de las religiones organizadas. Trataba de dejar los recuerdos donde deben estar: ni en el olvido ni en la consciencia. Trataba de no aislarse, y a la vez de dejar que todo a su alrededor diese vueltas, sin llevárselo por delante. No quería dualidad, ni quería querer. Ni no querer.

En eso unas manos comenzaron a rodearle por el cuello. Descendieron por su pecho. A su espalda alguien, que él reconocía. Y se dio cuenta de que no era quién era, sino quien era ERA.

Sintió las manos, los brazos, el abrazo, el susurro en el oído, el beso en el cuello… sabía que todo eso era sensual, sensorial, sensitivo. Pero a la vez notó, por primera vez en mucho tiempo, que más allá de el ámbito corpóreo, y más allá del emocional, por encima del conceptual, y trascendiendo el racional, había redescubierto la esencia.

¿Se puede dar la vuelta completa y llegar al mismo punto, sin que este sea el mismo? No lo sabía con certeza, pero eso es lo que había llegado a comprender: ¿quién necesita la certeza?

Por primera vez en mucho tiempo sonrió espontáneamente, y entonces se abrieron las puertas.

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Nota a mí mismo: Ni sé por qué he escrito esto, ni sé de donde viene (ni mucho menos a dónde va). Flow.

Esto es un graffiti literario.