La forma más primitiva de sociología contempla una estructura cíclica de la evolución social. Hasta el darwinismo (que puso un énfasis absoluto en una evolución lineal biológica que se adaptó a la sociológica) prácticamente todas las culturas tenían una visión cíclica de la historia (cambios de equinocio, eventos míticos recurrentes, épocas y eras descritas como “doradas” y “oscuras” que se turnaban en riguroso orden, etc).

Esto, por supuesto, ha llevado a múltiples historiadores (como Danilewski o Spengler, hace un siglo) a predecir el ocaso de la dominación de la sociedad occidental. Y no es que sus razonamientos no tengan mérito, pero su enfoque fallaba. Incluso las más recientes investigaciones al respecto (con sesudos estudios y modelos computacionales) consiguen hallar confirmaciones de estas teorías en sociedades primitivas (basadas en agricultura, recursos limitados y escasos, etc) pero no se atreven con las sociedades occidentales contemporáneas.

Ahora bien, cualquiera con un ápice de sensibilidad se habrá percatado de la creciente tendencia de alejamiento del dominante paradigma tecnológico, y un tímido auge de propuestas místicas varias (chamanismos, filosofías tradicionales, mitología, cabalismo, religiosidad y espiritualidad en sus diferentes formas). Desde programas de radio, conferencias, consultas de gurús y mediums, hasta oferta docente en universidades, o expresiones artísticas relacionadas, es palpable este inicio de cambio.

Es fácil encontrar explicaciones circunstanciales: la globalización, el mestizaje, la crisis económica y de valores, la inmigración, el auge de asia… pero lo cierto es que está ocurriendo.

De todos los análisis de este enfoque y tipología fenomenológica, me encaja mucho la de Sorokin. Sobretodo porque no sólo analiza “la historia” o “la sociedad”, sino la “mentalidad cultural”, lo que en cierto modo deja un espacio de expresión al indivíduo.

Y, eso, es precisamente lo que me preocupa: el lugar del indivíduo. Tanto en un lado del péndulo (ciencia y tecnología que radicalizados pueden llevar a un determinismo aplastante en un lenguaje cada vez más incomprensible y endogámico) como en el otro (misticismo inaccesible que requiere de intermediarios autoeregidos “portadores de la verdad” que “abren las puertas y guían” a un “conocimiento” que por lo general no lo es tal), el indivíduo queda a merced de aquellos que, con el “poder” en sus manos, pueden, y suelen, abusar de ello, manipulando y sacando partido para sus propios intereses.

Hay que abogar por lo autodidacta, por el poder del indivíduo sin mediadores ni guiadores, por la enseñanza no dependiente, por la cooperación en libertad, por el anarquismo organizado. Tenemos una oportunidad: la red. Y un enemigo: nosotros mismos.