La luz atravesaba a duras penas la verdosa agua.

Sabía que era verdosa por las algas microscópicas tan frecuentes en los ríos de aquellas latitudes. Pero no por ello era menos desagradable. Desagradable por su consistencia, su indefinido y tenue color. Un color que presagiaba muerte. Uniformemente apático y falto de vida.

¿Dónde estaban los peces, dónde los cocodrilos? En aquella imagen faltaba algo. Sólo veía el agua verduzca, y la luz, en forma de haces, abriéndose un hueco por ella hasta donde podía.

Por otro lado, sabía que lo que faltaba no es que no estuviese allí, sino que su cabeza, posiblemente como efecto del golpe que había sufrido justo antes de caer al agua, no lo tenía en cuenta.

Como los recuerdos: la pintura blanca desconchada del bote fluvial que lo había llevado hasta allí, la barba de tres días del forajido marinero sin pasado que manejaba aquél cacharro, o el olor metálico de aquél contundente objeto oxidado que vio de reojo justo antes de que impactase en su cara.

Como su ropa mojada y sus botas, que actuaban como un peso que lo arrastraba irremisiblemente al fondo. El fondo. El fondo. ¿No se supone que debería entrarle una especie de pánico al saber que se estaba hundiendo? ¿no debería estar nadando con todas sus fuerzas hacia la superficie? ¿dónde está la superficie?