Solía pensar que un viaje era más interesante cuantas más anécdotas y cosas curiosas le ocurriesen a uno. Pero con los años, el placer de un transcurrir tranquilo, de un trayecto memorable por el mero hecho del mismo trayecto, se va aprendiendo. Este viaje de negocios relámpago a Salvador de Bahía (Brasil) ha sido uno de esos viajes… casi.

Me he hospedado en una vieja gloria de hotel (anteriormente de la cadena Le Meridien), con una ubicación de película: en la misma punta de la península, con mar a ambos lados, y una vista desde mi habitación del piso 22 absolutamente impresionante.

Estos dos días han transcurrido, de primera hora a última, en compañía de unos clientes-amigos que me han mostrado por qué tienen los brasileños tanta fama de gente abierta, tranquila y amable. Han sido excepcionalmente educados, y se han asegurado de llevarme a todas partes, comiendo y cenando conmigo en unos restaurantes estupendos (Soho, Amado, Mistura…) unos mariscos y pescados locales realmente deliciosos. ¡Incluso la última noche cené en la espectacular casa de uno de ellos, con toda su familia!

Por otro lado, y como suele ser habitual, he conocido la ciudad desde el coche. Mi única interacción física con la ciudad han sido dos momentos. Por un lado la visita de trabajo al Hospital de Suburbio, un hospital muy nuevo construido en uno de los barrios más peligrosos de todo Brasil, donde muchas de las urgencias que se tratan son heridas de bala “perdida” ("¿Cómo puede ser que tratemos a gente con hasta 5 heridas de bala, y digan que son balas perdidas, heridas recibidas al pasar cerca de un tiroteo del que no saben nada? ¡Qué mala suerte tiene la gente aquí, y qué mala puntería los que disparan!" me decía uno de los doctores). Por otro lado, en un paseo matutino por la playa frente al hotel, una relajada charla con unos pescadores muy pobres, que se sumergían a pulmón en una zona rocosa, con el océano batiente, que me contaban lo que era para ellos aquello: ni trabajo, ni esfuerzo, ni obligación, ni penuria… el mar, la playa, una forma de vivir. Cada día, su relación con el mar, con la arena, algo tan natural que no entienden la vida sin ello. Da qué pensar, y me recuerda mucho a la forma de entender la vida oriental, pero con un toque extra de diversión y alegría.

Hay cosas que pernean esta ciudad, como todas las brasileñas, como es la música y el ritmo, y otras que le son propias, como la elevada población negra (con un pasado de puerto y comercio de tráfico de esclavos) y sus asociadas creencias religiosas, que aun hoy hacen del sincretismo animista-cristiano su religión oficial, y estética africana que uno encuentra desde en los graffiti hasta en los estampados de las camisas del personal del hotel.

El viaje de regreso me ha mostrado, sin embargo, la otra cara de un Brasil lleno de contrastes y desigualdades (aunque, hay que decirlo, es un país con una base sólida de recursos diversificados, que muy mal lo tendría que hacer para no seguir creciendo por lo menos a ritmo del resto de BRIC).

Antes de ir al aeropuerto, el cliente se ha ofrecido llevarme a la playa más famosa y bonita de la región. ¿Quién podría rechazar una oferta así? Así que vestido con bermudas y chanclas, he pasado las siguientes dos horas en un coche… disfrutando de las vistas desde un atasco descomunal. Por suerte el plan B consistía en una deliciosa comida y tertulia.

Ya en el aeropuerto, y volando con la misma compañía con la que vine (TAM), me han puesto bastante más difícil el embarque que en el viaje de llegada. Primero al decirme que era obligatorio tener impreso el documento de ESTA norteamericano para poder volar a Nueva York (documento que al no llevar impreso, he mostrado en la pantalla del ordenador portátil con su frase bien clara “no está obligado a presentar una copia de su autorización para poder viajar”; aun así le ha llevado al encargado más de media hora comprobarlo con los de seguridad. Luego, sin upgrade a primera, no me han permitido ir en salida de emergencia (para los que medimos lo que yo, ese espacio extra es la diferencia entre poder volver andar al aterrizar o no) ¡por no ser brasileño!.

Una vez pasada seguridad (la cola más corta del mundo, más corta incluso que en República Dominicana) y control de pasaportes (la más larga, más incluso que la de Paris CDG), encontrar la sala VIP ha sido una odisea (accesible mediante ascensor escondido detrás del control de pasaportes), e intentar entrar otra: ¡nunca vi una sala VIP completamente llena! Parecía que regalaban el acceso con las cajas de cereales. Tan llena estaba que la wifi no daba a basto. El embarque no ha sido mejor, en una sala-sótano al estilo aeropuerto de Milán, más llena incluso que en este (que ya es decir), mediante el incómodo autobús.

Pero el colmo ha sido, una vez en el avión, por cierto con una temperatura completamente gélida (la “gripe aviar” la llaman así por los aviones, supongo) el “accidente del novato”: si uno pide pasta con salsa de tomate, ha de acercarse la bandeja mucho para no mancharse, pues las turbulencias producen un movimiento frecuente e impredecible. Pues bien, con la bandeja pegada a mi boca, en el primer bocado (bandeja llena) una violenta sacudida del avión ha conseguido cambiar el estampado de mi camisa de unas geométricas rallas verdes, a un expresionismo abstracto alemán con colores de pop-art. Mis pantalones no han salido mejor parados, aunque el rojo tomate combina mejor con el marrón tierra.

No obstante, parece que el azafato ha considerado que le faltaba “el toque de autor” a la obra, pues ha pasado a toda velocidad con el carro, golpeándome con fuerza en la rodilla, y dejando así un toque de rojo sangre que le aporta al conjunto más fuerza y originalidad. Eso sí, ni firma ni pedir perdón. Eso es un artista y lo demás son tonterías.

Por fin en tierra (esto de embarcar con 30 grados, y aterrizar con -4 hace que por mucho que te prepares, al cuerpo no le guste el contraste), en Nueva York JFK (no “newa(yo)rk”, como ha sonado la pronunciación del piloto brasileño, que me ha dado un susto de narices), y tras la procesión y entrevista inevitable de inmigración, casi sin cola a las 5:30 de la mañana, mi ya habitual línea 6 me lleva a casita en Chelsea, Manhattan (NY).