Si entendemos por normalidad “que se ajusta a las normas” o “natural” (lo cual no deja de ser “que se ajusta a las normas de la naturaleza”), debemos demarcar el ámbito y rango normativo, pues todo lo que esté dentro de ello devengará en normal. Se contemplará el rango. Si, por el contrario, como se hace habitualmente atendiendo a su connotación, entendemos como normalidad lo común, frecuente, habitual, o estadísticamente recurrente con los índices más elevados, entonces estamos restringiendo y reduciendo dicho ámbito.

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De un ma libro (“All Things Shining: Reading the Western Classics to Find Meaning in a Secular Age”) escrito por buenos autores (Hubert Dreyfus, Profesor de Filosofía de la Universidad de Berkeley, y su ex-alumno Sean Dorrance Kelly, ahora Director de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Harvard) saco esta interesante frase: “Deberíamos preocuparnos menos por generar sentido, y más por discernirlo y cultivarlo”

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Nos estamos matando. No nos gusta hablar de eso. La muerte, en sí, es tabú, da miedo, y la evitamos hasta simbólica y metafóricamente. Pero no sólo es llamativo el suicidio indirecto (malos hábitos de consumo, de salud, ceguera medioambiental…). También directamente. Suicidio. Si todos los instintos de nuestro sistema mental están organizados al rededor de la supervivencia, tanto personal (huir del peligro, alimentarnos, etc) como genética (descendencia, por ello la procreación), ¿cómo puede ser que lleguemos a quitarnos nuestra propia vida?

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La inversión parental es cualquier esfuerzo que hacen los progenitores para favorecer a las crías. Esto en sí conlleva una serie de consecuencias en cuanto a comportamientos y asimetrías sexuales. Además es la base de teorías de biología evolutiva como la del “gen egoísta” (cómo, por ejemplo, la cola del pavo real macho aumenta sus probabilidades de procreación, pero también incrementa el peligro que corre al ser mayor riesgo para los depredadores… y es el sobrevivir a ese mayor riesgo lo que mejora sus probabilidades de reproducción, con lo que podemos decir que el “gen” pone en peligro al “indivíduo” para su propio beneficio).

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Es bien sabido nuestro condicionamiento hacia las formas “redonditas”. Nos parece “mono”, “adorable”, y nos impulsa a protegerlo y cuidarlo. Esto es porque los bebés nacen sin la capacidad de regular su temperatura corporal, con lo que los primeros meses necesitan de una capa extra de grasa, que les da ese aspecto “blandito” y “redondito”. A su vez, los adultos (y no sólo los padres) estamos condicionados a reaccionar con ternura e instinto de protección hacia ese ser indefenso, para así garantizar una mayor tasa de supervivencia de la especie.

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El cerebro

Opino, al igual que las últimas tendencias de los expertos en neurociencias, que nuestro cerebro no es unicraneal. Pero más allá de las consideraciones de cambio de paradigma a la hora de “pensar” nuestro “órgano pensante”, parece que cuanto más lo estudiamos, más nos damos cuenta de lo poco que lo comprendemos. Desde su forma de comunicarse (pensábamos que sólo empleaba señales eléctricas y sustancias químicas para ello, pero además ahora se ha demostrado científicamente la existencia de algo de lo que hablaban los místicos y sonaba a paparruchadas: las ondas cerebrales, o impulsos eléctricos discontinuos), hasta su estructura más básica (ahora hay que añadir los nanotubos a la conocida terna neurona+dendrita+axón), pasando por el complejo mundo de la memoria, sobre la que cada vez se descubren más cosas (como que el estrés desordena nuestros recuerdos), a cómo la voz de la madre activa el cerebro del bebé o cómo el campo eléctrico del cerebro afecta al propio cerebro…

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Foto de autor

Jorge Cortell

Viviendo

Senior Advisor en los laboratorios de innovación de Harvard University - Advisor en NLC

Cambridge, MA (EE. UU.)