Sueño. Es lo único que puedo pensar en el avión de Guayaquil a Bogotá a las 6:30 de la mañana. Tengo sueño. Pero he de mantenerme despierto, y leerme los informes para parecer que sé de lo que hablo al llegar. La agenda es muy apretada y he de aprovechar al máximo cada minuto, pues mi intención no es cruzar el charco cada dos por tres como hacía antes.

Ya cerca de Bogotá, el piloto nos avisa de que hay mucha niebla (no sé si tendrá que ver con la turbulencia, pero se diría que estábamos dentro de una batidora), que se espera un gran retraso, y que si se queda sin combustible, tendremos que desviarnos a Cali. ¡Me dan ganas de entrar en la cabina y decirle “disculpe, pero no puede ser, con la de reuniones que tengo, sería un desastre”! Me río por dentro, como suele ser el caso. Encuentro el pensamiento absurdo. De nuevo, como suele ser el caso. Por fin decide hacer un único intento de aterrizaje. Y lo consigue.

Aterrizo, y dos ejecutivos del distribuidor me esperan para llevarme a una tourné de reuniones que no desaprovecha ni un momento en todo el día. Bla bla bla, clientes, bla bla bla, producto, bla bla bla… como con ellos en un restaurante italiano, y por la tarde más bla, bla, bla.

A la última reunión no llegamos, porque hay un trancazo absolutamente descomunal, incluso para los colapsados estándares de Bogotá. El ejecutivo que  me acompaña parece más sorprendido que yo. Pero al llamar al médico al que íbamos a ver, nos lo explica: hay fútbol (mundial sub-20 que se juega en estas fechas en Colombia). ¡Malditas masas alienadas!

Decidimos que aunque tengo el vuelo de regreso a las 22:00h., mejor ir hacia el aeropuerto… ¡y menos mal! 2:30h. nos cuesta alcanzar el aeropuerto.

Para cuando llego a Guayaquil, mis ojos están muy rojos y pican. Voy a “dormir deprisa” para estar mejor mañana.