Hace unos dí­as tuve que crearme una nueva cuenta de correo electrónico en la Facultad de Artes y Ciencias de la Universidad de Harvard. No lo hice el semestre pasado porque no lo necesitaba, y como todos los que empleamos habitualmente internet, ya tengo demasiadas cuentas de correo. Pero esta era requisito indispensable para un trámite burocrático de clase, así­ que la activé.

Lo curioso e indignante del asunto, y lo que nos lleva como ejemplo ilustrativo al “peligro oculto de la red” de este mes, es que para activarla tuve que pasar un test online de 10 preguntas muy peculiar.

En un principio me pareció excelente que se aprovechase algo tan rutinario como el crear una nueva cuenta de correo para asegurarse de que el nuevo usuario recibe una serie de consejos. Pero pronto cambié de opinión.

El test consistí­a en 10 preguntas con cuatro respuestas a elegir para cada pregunta, sin la posibilidad de cometer ningún error (originalmente el test consistí­a en 32 preguntas con la posibilidad de cometer un error). Si se falla una pregunta, la respuesta correcta aparece en la pantalla, y se ha de comenzar el test de nuevo. Se puede repetir el test todas las veces que uno necesite hasta conseguir todas las respuestas correctas. En ese momento se permite acceso a la página de creación de la cuenta.

El diseño del test demuestra que el objetivo del mismo es asegurarse que el usuario consigue superarlo sin problemas. Pero el hecho de que no se permita ni un sólo error persigue que el usuario conozca todas y cada una de las normas, y sepa cual es la respuesta “supuestamente correcta”. Y aquí­ empieza el problema.

Las normas, que datan de 2003 (aunque este test online es obligatorio sólo desde hace un mes), están disponibles en la oficina de información del Centro de Ciencias, y online. En ellas se puede observar el modo prominente de enfatizar la ilegalidad de la descarga de material con copyright sin el permiso correspondiente (recordemos que en EEUU por desgracia no existe una “copia privada” tan amplia como en España, y por lo tanto lo que aquí­ es legal, allí­ no lo es), y el riesgo que representa el uso de programas P2P de violación de la ley del copyright y de la todaví­a más regresiva ley DMCA (a la que Harvard dedica toda una web). Todo esto está puesto antes incluso del í­ndice, y de temas fundamentales como la privacidad, la seguridad (incluí­dos virus, cracking, phising, spoofing, etc), el correo basura, o las normas de conducta en las instalaciones.

En el test online también destaca esta polí­tica represora y amenazante sobre las violaciones de copyright. De hecho el 20% de las preguntas versan sobre este tema, y pese a que también cubre cosas tan importantes como la composición de una contraseña, o la protección contra los virus, es altamente irritante la descarada forma de insistir sobre la DMCA y el copyright, sin duda como resultado de las presiones que la Industria Cinematográfica (a través de la MPAA) y la Industria Discográfica (a través de la RIAA) ejercen sobre las universidades (y no sólo norteamericanas: yo me vi forzado a dimitir de mi puesto como profesor del Master Multimedia de la Universidad Politécnica de Valencia por presiones de estos retrógrados oligopolistas al rectorado).

Este test es un claro ejemplo de un peligro “oculto” de la red (de hecho el Harvard Crimson, un medio de comunicación de la Universidad, ni si quiera reparó en esto, limitándose a cubrir la novedad del test, y centrando su atención en el tema de las contraseñas), pues su interactividad es un arma de doble filo: por un lado nos permite los hiperenlaces, la personalización de contenidos, etc. Pero por otro posibilita el acceso restringido y selectivo. Y mientras en el mundo “fí­sico” esto sólo es posible a través de una serie de variables determinadas (se puede restringir el acceso a un lugar por edad, o por altura, o por la posesión de papeles, etc), no se puede emplear la ideologí­a o el conocimiento para hacerlo. Pero en la red sí­ (como muestra este test).

La progresiva implantación de medidas de restricción de acceso condicionadas a la comulgación con un determinado credo, conllevará una restricción a la libertad de pensamiento muy considerable. O por lo menos implicará el plegado a ciertas normas, modos, y discursos, aunque los consideremos ofensivos y perniciosos.

-¿Para cuando una página de acceso a un servicio online de un ministerio que nos oblige a decir que el partido en el poder es el mejor que existe? Y si Bush se da cuenta de este potencial -¿no serí­a lógico, dado su historial de medidas absurdas, el que obligue a todos los usuarios de los servicios online del gobierno, a que canten el himno nacional antes de usarlos, o que den gracias a Dios por haberles concedido a un lider tan teocrático?

Este es el tipo de escenario futuro que parece absolutamente imposible hasta que ocurre. Sólo hace falta recordar cómo era un paí­s (España, Alemania, Italia, Unión Soviética… por desgracia son demasiados) antes y después de que en él se instaurase una dictadura autoritaria de carácter fascista. “Antes” la mera posibilidad de que el gobierno obligara a sus ciudadanos a recitar consignas y a participar en actos multitudinarios en adoración a un lider se antojaba hasta cómico. Pero “después” esto ocurrió (y en muchos paí­ses sigue siendo así­).

El adoctrinamiento obligatorio es una poderosa arma para perpetuar un sistema anacrónico y represivo (como pueda ser una dictadura, o una ley monopolí­stica y anacrónica como el copyright o el DMCA). Pero cuando se hace a través de medios interactivos puede no haber escapatoria (pues determinados accesos

serán lógicamente cada vez más necesarios). Defendamos nuestra libertad de pensamiento.