Prostíbulos en la Zona de Tolerancia, Bogotá
Hoy he estado trabajando en la habitación toda la mañana. Por la tarde he salido un rato a leer a una terraza al lado del Centro Comercial El Retiro. Y ahí ha empezado una de las jornadas más increíbles de mi vida (y eso que ya llevo unas cuantas).
Cerca de donde estaba leyendo, había dos hombres. No suelo escuchar las conversaciones de los demás, pero uno de ellos tenía una mirada, un gesto, muy pero que muy peculiar (triste, iracundo, dolido…). Sus miradas se perdían a lo lejos. Parecían el tipo de personas que tienen algo que contar. Así que escuché.
Escuché que Iván, el de gesto intenso, seguía llorando el asesinato de su hijo a manos del ejército, como último golpe a una vida dura. “El gordo” le consolaba.
Con ganas de entender un poco más sobre la historia y realidad del lugar donde me encuentro, de primera mano, y dado que iba solo y no ponía en una situación difícil a mi pareja (o hijo, o cliente, o quien fuese que en ocasiones me acompaña en mis viajes), me he acercado y les he ofrecido invitarles a una empanada si no les importaba que me contasen su historia.
Iván era campesino, con la mala fortuna de estar en una zona donde los paramilitares, narcos y guerrillas varias hacían de la vida un infierno. Tras perder hace casi diez años a su mujer e hija en un tiroteo entre narcos y paramilitares (AUC) y guerrilleros de las FARC, emigró con su hijo. Cinco años después a su hijo lo raptó el ejército y lo asesinó, presentándolo como “falso positivo” (de esto ya me habían contado aquí), que es lo que hace el ejército para mostrar “resultados” en su lucha contra el crimen y narcotráfico. Pero resultaba tan obvio que era una mala excusa, que hasta el uniforme ensangrentado con el que lo habían mostrado en la televisión se encontraba limpio de manchas y sin ningún rasguño ni agujero de bala.
Habiéndolo perdido todo, sin cultura ni profesión, tuvo la suerte de encontrar al “gordo”. “El gordo” era un taxista con un físico absolutamente intimidador, pero con una voz dulce y un corazón de oro. Trabajaba principalmente en la “Zona de Tolerancia”, que es la única zona con prostitución legal de Bogotá, en el Barrio de Santa Fe. Así que le consiguió un trabajo a Iván como portero de burdel, para lo cual el único requisito es seguir órdenes y no tener ni miedo ni escrúpulos. A Iván ya no le quedaba nada de eso, así que aceptó. Hoy ya no vive en la calle, pero no consigue rehacer su vida ni olvidar a su familia asesinada.
Al ver que me interesaba de verdad, me preguntaron que porqué. Supuse que el “soy una persona curiosa” o “me gusta conocer la realidad del mundo de primera mano” no les serviría, así que les dije otra verdad “escribo historias reales en internet, y si no les importa pensaba contar esta”.
Parece ser que están acostumbrados a que cuando aparece un periodista, sea para hacer una crónica de lo sórdido que es el ambiente donde trabajan, y hacer juicios morales prefabricados o disparatados. Así que, contentos de que alguien pueda, supuestamente, dar una imagen un poco más transparente de lo que ocurre en sus vidas, me han ofrecido enseñármelo de primera mano. No siempre tiene uno la oportunidad de adentrarse en la peor zona de la ciudad acompañado por alguien “de dentro” que te hace de guía, así que he aceptado.
Nos hemos montado en el taxi de “El gordo”, y me han llevado a la 23 con la 15. La zona pondría los pelos de punta a cualquiera. No es por dármelas de “duro”, pero tras haber paseado por las peores zonas de Jakarta, Beijing, Frankfurt, Detroit, Estambul y muchas otras ciudades, en busca de “la otra realidad”, esto no me ha sorprendido: prostitutas paseando las calles, aceras rotas, olor a comida de puestos ambulantes y pequeños locales insalubres, indivíduos de mala pinta ofreciendo de todo a los numerosos viandantes, neones por todas partes… pero también multitud de policías motorizados y camionetas con militares, peluquerías, tiendas de ropa “sexy”…
A lo largo de mi vida he hablado con vendedores de droga en Bolonia, punks en Berlin, prostitutas en París, vagabundos en Washington DC, matones en Mexico DF, desequilibrados en Buenos Aires… pero esta era la mayor concentración de marginados sociales a la que iba a tener la oportunidad de acercarme (y no como en el slum Dharavi de Bombai, donde mantuve la distancia, especialmente por ir con mi chica).
He entrado, tras el cacheo de rigor, con Iván a La Piscina. Me quería presentar a Juan Pablo Lozano, “El Zar”, pensando que le halagaría que le llevase a alguien que le podía hacer publicidad gratis. Menos mal que no lo ha encontrado, pues no me apetecía dar explicaciones ni menos meterme en algún lio o malentendido. Así que me ha conseguido una de las cotizadas mesas al borde de la piscina que tiene el local, y me ha dicho que observe un rato, que luego me lleva a los otros locales.
Me cuenta que en ese local trabajan 90 mujeres, 18 guardias de seguridad, 22 camareros, 8 limpiadoras, 2 manicuras, 4 peluqueros, 4 cajeros, 14 taxistas, 1 médico, 1 masajista, y 1 abogado.
La verdad es que me sentía como un fotógrafo de National Geographic en la jungla… pero sin cámara. Allí había de todo, traqueadores, bolillos, bravos, chicos de los narcos (que tienen salas a parte), “aguacates agrios”, yankees (no me extrañaría que alguno fuese de la DEA), ejecutivos de traje, jovencitos excitados, y sobretodo muchas, muchas mujeres.
El local es amplio, y relativamente limpio. Techos muy altos en la zona de la piscina. Iván me cuenta que hace más de 20 años era un hotel, pero que fue a menos, pasó a hostal, y al final “El Zar” lo convirtió en el burdel más famoso de Bogotá.
En ese momento el escandaloso y parlanchín DJ cambia la música, se apagan las luces, se encienden lo focos, y sale una espectacular mujer a hacer un número de streaptease en la pasarela que cruza la piscina. Hay que reconocer que sus habilidades gimnásticas son notables. Así como el tamaño de los implantes de silicona, que parece presente en el 80% de las mujeres del local. Pero no, ni lo disfruto ni he acudido para ser un voyeur accidental. En las sociedades occidentales la carne femenina ha dejado de ser tabú hace tiempo, y se puede ver cada vez que uno quiera. Además, por mucho que el hombre se excite mucho más que la mujer visualmente, yo estoy viendo a una mujer actuando, y tratando de entender cómo, porqué y para qué; no estoy babeando ante un pedazo de carne que se agita al son de la música. Soy el primero que admira y disfruta de la belleza del cuerpo femenino, pero no he venido a eso.
Iván me iba a traer a la señorita a mi mesa, como gesto de cortesía, pero por suerte un cliente ha pagado bastante dinero para “disfrutar de su compañía”. Y digo “por suerte” porque no quiero nada más que aprender, hablar, y no ser el centro de atención por tener en mi mesa a la “chica del momento”.
Por supuesto, ni me pasa por la cabeza contratar el “servicio” de alguna de estas señoritas. Ni por mojigatería, ni por timidez. Ni porque me parezca bien ni mal la prostitución (siempre que sea voluntaria, claro), sino principalmente y sobretodo porque soy hombre de una sola mujer, fiel, y no deseo que otras manos que no sean las de mi chica me toquen. Además soy bastante estricto con el tema de la higiene, y asumo que con tanto tránsito, ese debe ser un tema preocupante. Y por último, el sexo como actividad física, sin involucrarse emocionalmente me resulta vacío (aunque recuerdo que en épocas donde las hormonas andaban descontroladas, eso no importaba). No soy ningún integrista, e igual mañana cambio de opinión, quién sabe, pero tengo mis convicciones e intento ser coherente con ellas.
Lo que sí me interesa es aprender, así que cada vez que veo a una de dichas señoritas sola y aburrida, le pregunto (dejándole claro que ni soy ni voy a ser “cliente”).
Son por lo general amables y educadas. Ninguna parece asustada, ni tienen marcas que delaten la más mínima violencia. Ni siquiera parecen consumir droga. No huelen a alcohol, ni fuman. Me cuentan que pueden ir a la “casa” (burdel) que quieran. Incluso pueden cobrar lo que quieran, pero hay una especie de “precio de mercado” que casi todas respetan. Me cuentan mil historias, pero la mayoría tienen en común cosas como un ex-marido o ex-novio maltratador, haber tenido hijo(s) de jóvenes y solteras, falta de estudios (con unas cuantas excepciones, chicas con carrera y alto nivel cultural), procedencia de pueblos y de familias humildes… Sólo encuentro a un par de jovencitas “cabezalocas” (y aun así me pregunto si han terminado aquí por drogas, rebeldía, trauma, o qué).
Me sorprende, y me cuesta creer, lo que algunas me cuentan sobre las relaciones con los clientes: que suelen ser agradables, que en ocasiones disfrutan, que les gusta ese trabajo (aunque todas quieren ahorrar para dejarlo… por algo será). Y más me sorprende lo que me cuentan de los dueños de los burdeles: que son gente respetuosa, que no les obliga a nada, que incluso hacen cosas para que estén mejor, como contratar a strippers masculinos que actúan para ellas.
Pero cuando alguna pasa más de un minuto hablando conmigo, noto un vacío, una tristeza, que no pueden esconder. Está claro que esta actividad ni es glamurosa ni agradable, así que la marca psicológica pasa factura, quieran o no, lo enmascaren de una forma o de otra.
Todas son colombianas, pero de rasgos bien variados. Desde las negras como el carbón a las de piel clara, altas, bajas, viejas, o jóvenes (ninguna menor, por supuesto, ya se aseguran de ello tanto los dueños como las chicas y la policía). Las hay feísimas, gordísimas, y las hay que le dan mil vueltas a misses de medio pelo que pueblan nuestra televisión y las pasarelas. Por ejemplo Fresita es portada de revista, y seguro que Barbie, Natasha, o Natalia lo podrían ser sin problema.
Le digo a Iván que aunque es increíblemente interesante, me empiezo a sentir incómodo, sobretodo a medida que van llegando más y más hombres (curiosamente la mayoría de ellos entre los 25 y los 35, bien vestidos, algunos con maletín, y muchos bastante atractivos), y me dice que es por “la quincena” (aquí se cobra cada quince días).
Me dice que antes de irme, me enseña otros locales, para que vea que hay de todo. Lo temía, pero no quiero ser descortés con este hombre que ha sido tan amable, así que accedo. Me pasea por Troya, Atunes, La Casona, y Paisas. Todos se conocen y se saludan (guardias, camareros, chicas). Se lo agradezco, y le doy una propina. Me pregunta si lo he pasado bien, y le digo que claro que sí (no le explico que es por lo que he aprendido, porque no creo que lo entendiese). Y me dice si quiero que me consiga a alguna de las chicas para subir a una habitación o acompañarme al hotel. Le explico que no, que estoy casado (no lo estoy todavía, pero ya me siento como si lo estuviese), que amo a mi mujer, y que no busco “sexo fácil”. Me mira como diciendo “los hay raritos”, pero se despide con un “eres chévere, vuelve cuando quieras que aquí tienes a un amigo, y si te metes en líos, llama al club, y te envío al grupo”. No sé si sonreír o asustarme, pero se lo agradezco, y me despido con un abrazo sincero.
De camino al hotel “El gordo”, demostrando mucha más sensibilidad y empatía, me dice “parece usted de los que no acude al mercado de la carne”. “En efecto”, le contesto. “Lo suponía por su mirada y por su curiosidad. Pero oiga, no vaya a pensar que todo eso es malo, de verdad que hay buena gente, y que la mayoría de los que pagan lo hacen sin perversión, para pasarlo bien, y las que cobran lo hacen por el dinero, pero no han de pasar por nada que ellas no quieran”. “Esa es la sorprendente sensación que me he llevado” le digo. “Pues no se sorprenda tanto, que seguro que en su país es así también”. “Sí -le contesto- pero también he visto violencia, abuso, y miseria en tantas partes del mundo, que sé que la vida no es una fiesta ni una diversión”. “Qué me va a contar” me contesta. Con eso me lo dice todo.
Puta miseria. Abre los ojos. Ya basta de tabú e hipocresía.